viernes, 5 de agosto de 2011

La Infame Pareja

De él se cuentan muchas cosas, de ella muchas más. Él va vestido de blanco, ella de mil colores y cargada de amuletos. Se creen visionarios, profetas designados por los hados. Encienden velas y cantan himnos en su propio honor arrimándose a quien haga falta para sentirse ungidos. Beben sus orines para limpiarse. Ocultan sus abusos tras la inocencia de los niños. Engañan y mienten en nombre de la honestidad. Payasos de un circo siniestro que baila a su son. Se saben muchas cosas pero ocultan muchas más.

Caminan

El primero de los cuatro Land-Rover  de la  caravana  los divisó en el horizonte. Eran unos puntitos oscuros casi ínfimos en la lejanía.  Avanzábamos levantando un inmenso y sucio polvazal que se convertía en una nube rojiza. Circulábamos en medio de una tierra inerte y desolada que parecía llevarnos a ninguna parte. La soledad y aridez eran abrumadoras. El calor aplastante. Aquí la naturaleza solo mostraba su lado más cruel. Parajes olvidados de Dios y los hombres. A medida que nos acercábamos  aquellos puntos oscuros se alargaban e iban tomando poco a poco forma humana. Caminaban lentamente, erguidos y elegantes con sus cuerpos oscuros y bellos  en medio de la nada hacia un destino para nosotros incomprensible.  Al pasarlos pudimos ver que seguían su camino con la esperanza en los ojos y la dignidad en su mirada. Buscan una tierra sin hambre, sin dolor, sin muerte. Avanzaban en silencio. Nada detiene su lento caminar. Buscan su derecho a la vida. 

Dignidad

Los dos son pobres. Los dos son olvidados. Los dos son maltratados por la vida. Los dos se encontraron en medio de la inmundicia del basurero de la Chureca. Sin embargo  los dos se aman con la mirada limpia y el corazón generoso. Los dos luchan por ese amor hermoso que ha cuajado en su vientre y es el sueño deseado de dos seres humildes que solo le piden a la vida una oportunidad.  Lograr un futuro mejor. Lejos de la podredumbre y la hediondez. Lejos de la enfermedad y la degeneración. Lejos de la violencia y el odio. En sus hermosos ojos brilla con fuerza la esperanza. Todavía creen.
Lloro conmovida al verlos. Lloro ante su capacidad frente a la adversidad, frente a la injusta vida que les ha tocado afrontar. Admiro emocionada  su inmenso coraje y dignidad. Y le pido a la vida les dé esa oportunidad y no les castigue con la crueldad de los hombres y  les hunda en la más triste y dura de las miserias, la desesperanza.    
Esta vez la vida no ha sido despiadada.  La “chureca” no es más que un horror del pasado. En sus lomas de inmundicia  hoy se siembran el verdor de la vida. En su entorno surgen casitas humildes pero dignas. .Ellos han alcanzado su justo sueño.

Me Duele

Con la mirada perdida pasas los días. No sé por dónde vaga tu mente. Me duele tanto que en tu memoria se pierdan las pruebas de lo que has sido para mí. Me duele tanto que no tengas gravada en tu piel mi pasión  y en tu alma mi amor. Me duele tanto que hayas olvidado el dulzor infinito de nuestras miradas. Me duele tanto que hayas olvidado la entrega y locura de los tiempos pasados. Me duele tanto que no recuerdes. Que me hayas perdido en la oscuridad de tu mente. Que no me reconozcas ni sepas de mí. Que ese ser oscuro y cruel te robe día a día tu vida y la mía. Me duele tanto mi amor. Me duele.

Nada más que Rencor

Era domingo. Hacía mucho tiempo que el ambiente era irrespirable. Él soportaba estoicamente el desprecio con el que era tratado; por miedo. Miedo a ser dejado, miedo al vacío y al fracaso, miedo a su propia debilidad. Ella estaba harta. Harta de su forma de ser, de su dependencia  y sobre todo harta de que no hubiese cumplido sus expectativas. Llevaba tiempo expresándole sin palabras su rencor. Había llegado a detestar todo lo que tuviese que ver con él, su familia, sus amigos,  sus gustos. En lo más profundo de su mente como en una computadora los circuitos empezaron  a elaborar la forma y manera de librarse de aquel hombre que no hacía más que amagarle la vida, al que no amaba y si detestaba tal como era. Sabía que jamás entendería que no quería vivir más con él, que debía irse. Para eso tenía que convertirse en la victima. Los hechos la apoyarían. Él sería el responsable. Así quedaría libre de la culpa de abandonarlo solo ante su debilidad. Podría contar con el apoyo sin fisuras de sus hijas que siempre había amarrado a ella  haciendo de su hogar un geniseo  donde los hombres eran tan solo una necesidad o tal vez ni eso. Convertida en la mártir de un amor mal logrado tenía la batalla ganada. Sabía que no le resultaría  demasiado difícil. Lo llevó al límite. Le mostró su desprecio. Le fue fácil casi una liberación. Años guardándolo en el cajón oscuro de su alma, dejarlo escapar resultó  gratificante. Era como quien abre la ventana de una habitación cerrada y mal oliente  para ventilarla liberándola del olor repugnante que lo impregna todo.   Ya nada la retenía. Dejó escapar el rencor de tantos años de  frustración.
A los veinte  es tan fácil equivocarse. Creer que aquel joven dulce y guapo que se muere por tocarte será el príncipe azul que soñabas. Su amor fue pura ilusión y ensueño.  No era el ser que ella esperaba.   Él que ella quiso amar. Y cuando entendió que nunca podría llegar a serlo, lo odio. Por eso se liberaba. Rompía  las cadenas que la ataban e iba a vivir sin el lastre de llevarlo a su espalda.
Él se perdía en su soledad indefenso. Preguntándose incansable qué había hecho. Sin darse cuenta que la respuesta la tenía en lo que no había sido, en lo que no había dado, en la insatisfacción de una vida a la que no salvó ni la pasión ardiente cuando los cuerpos son jóvenes y se funden hasta el llanto en su profunda belleza ni la fuerza de un amor enraizado hasta en lo más hondo capaz de aguantar  los empellones implacables de la vida.
Sin embargo, él  incapaz de afrontar el fracaso y buscar la salida, se hunde sin remedio en la demencia  y cobardía de sus obsesiones y  soledad. Lo único que desea es regresar  a aquella mala vida de desprecio y rechazo donde siguen ocultos todos los fantasmas. 
Pero ella frente  a la soledad y el abandono  con la mente trastornada por el vacio lo busca y  ante su servil actitud  lo convierte en su pelele. Será el lacayo que acepta sus condiciones y se aviene a sus imposiciones. Así se siente  erróneamente satisfecha. Ahora  ambos comparten una relación mal sana. Y caminan, de nuevo, por una senda peligrosa, oscura y traidora. Quizás en la locura se encuentren....

El Paraiso

Sus mañanas son dulces y resplandecientes. Sus tardes bañadas por la fina garuba huelen a tierra mojada. Sus noches frescas envueltas por el etéreo algodón de sus brumas  invitan a acobijarse bajo las frasadas  para dormir arropados. La vida transcurre en los cafetales. Plácida sigue la  cadencia de su ciclo. Se mantienen y limpian los sembrados.  Se espera la llegada de la floración  que lo cubre todo con su manto blanco, delicado y efímero invadiéndolo con su aroma exquisito y ligero. Después, el lento desarrollo de su fruto rojo y vivo como la vida. Para tras la larga espera  ser cosechado por las  mejores manos con la alegría del sueño cumplido. Así se repite la armoniosa rutina de la vida. No hacen falta muchas cosas cuando uno se integra a su  compás. Marcando el paso sin estridencias. Encontrando el dulce sabor de lo cotidiano. No sintiéndose  ni mejor, ni peor. Simplemente sabiéndose. Sin desear, ni anhelar tan solo viviendo.      

El Extraño Hospedaje

Alejada de los circuitos turísticos de la zona, por una carretera secundaría que se abandonaba al  salir del pueblo para tomar un camino de tierra, dejando a un lado un viejo granero del que en ese preciso momento salía un hombre mal encarado  en camiseta que hubiese sido el  personaje  perfecto de una película de terror; vieron la entrada a la propiedad.  Un macetero redondo de grandes dimensiones lleno de flores señalaban claramente el paso. A partir de allí todo cambió. Árboles hermosos y señeros perfectamente ubicados creaban una atmósfera singular. El césped cuidado invitaba a pasear por él. Al fondo a la derecha una antigua pista de tenis. Un poco más allá una piscina con algunas tumbonas de madera a su alrededor llamaban al reposo. A primera vista resultaba encantador. Sin embargo había en todo ello algo evocador  y perdido. Giraron a la derecha y allí estaba la casa. De madera, como todas las de la zona y con todo el sabor de la época en que fue construida. De dos plantas, tejado a dos aguas con hermosas y coquetas ventanas blancas.  La propiedad  les cautivó. No cabía la menor duda, era una preciosa casa de campo de mil ochocientos y pico.
Dejaron el automóvil en una especie de aparcamiento junto a un cobertizo  enfrente de lo que podía ser un anexo a la casa.  Llamaron a la puerta. Nadie respondió. La empujaron y cedió. EL amplio recibidor se abría a la gran escalera que subía al piso superior y a una doble puerta abierta que conducía a diferentes estancias.  Un gran salón con ventanal y salida al porche  daba al inmenso jardín de la propiedad, una sala de lectura cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías llenas de libros en especial de literatura e historia americana  y finalmente un bello comedor en él que lucía una hermosa  y delicada araña que en su día fue de aceite. Algo en ella hacía sentir como si estuviese deshabitada aunque al mismo tiempo parecía llena de vida. Un halo de misterio la envolvía. Finalmente, sus voces consiguieron su propósito. Una señora de cierta edad esbelta y elegante  apareció. Les pareció demasiado mayor y cansada para ocuparse de atender a los clientes. Se excusó por no haberlos oído entrar y dirigiéndose al recibidor confirmó su reserva y les hizo firmar en un usado y viejo libro de registro que dejó en la mesa de la entrada junto a la lámpara de píe. Les invitó a seguirla para mostrarles su habitación en la primera planta. Subieron tras ella.  Abrió la puerta. El cuarto era amplio. Todo era grande y antiguo. La sobre cama, las cortinas, las alfombras, los tapetes bordados estaban cargados de años y polvo. De pronto sintieron la insistente mirada de unos ojos observándoles. Procedían del  rincón que había  entre la ventana y la cómoda. En el suelo, desde una pequeña mecedora les miraba fijamente una vieja muñeca de porcelana con su boca de corazón despintada y su lujoso vestido raído por el tiempo. Al pasar al baño lo encontraron muy extraño. Parecía un pasillo estrecho y largo con raras cortinas al fondo que  aparentaban tapar algo. Sintieron la impresión de que no debían quedarse en aquella casa pero por no parecer histéricos acallaron sus pensamientos y dejaron el equipaje. La señora se despidió y retiró para que se acomodaran. 
El alojamiento lo habían  localizado por internet. Aquella casa de mil ochocientos que había sido una antigua explotación agrícola rodeada de hermosos jardines les pareció perfecta y encantadora como alojamiento rural. Claro que en la web no se apreciaba su vejez. Ni se percibía la sensación de intrusos donde cual ladrones les pareció robar la intimidad de sus antiguos moradores.  Todo los evocaba. El  piano de cola abierto del salón esperaba las manos que se habían deslizado por él. Los libros a ser re-leídos por sus dueños.  Hasta la triste muñeca descolorida aguardaba las manos infantiles que jugaban con ella. Por todas partes parecía escucharse el eco de los pasos, las risas y susurros de quienes la habitaron.
Pero de eso no se dieron cuenta hasta llegar allí. Además les convenía mucho. No estaba demasiado lejos de  la vivienda de sus amigos, los Jhonson a los que habían prometido visitar cuando viajasen por aquella parte del país.  Así que sin pensarlo más dejaron su equipaje y se dirigieron a verlos. Tenían una casa preciosa al borde de uno de los muchos lagos encantadores de la zona. Pero lo más hermoso fue poder cenar bajo un magnífico árbol disfrutando de la caída del sol y sus últimos rayos reflejándose en el lago. Nada comentaron de la impresión un tanto extraña que les causó la casa rural. No quisieron inquietarlos, ni molestarnos. La cena transcurrió agradable comentando las impresiones sobre el viaje. Aunque no alargaron demasiado la velada era noche cerrada cuando se despidieron y emprendieron el regreso. Tardaron más de lo  previsto. Pues en los innumerables cruces verificaban el número de la carretera a seguir no fuesen a equivocarse. Así que algo tensos y cansados por fin llegaron.               
La oscuridad era casi absoluta. Tan solo la lámpara del recibidor iluminaba la entrada confiriéndole a la casa un aspecto tenebroso en medio de la noche. No había ningún automóvil en el aparcamiento. Recelosos bajaron y tal como les había dicho la anciana dama las puertas estaban abiertas. No era necesario cerrar. Entraron y a medida que  pasaban de una estancia a otra encendían todas las luces. El salón brilló y a pesar de su estado, parecía vestido de fiesta. La sala de lectura y música lucía con su tenue luz melancólica dispuesta a un solo de violín. El comedor al iluminar la araña centelló y sus mil cristales reverberaron.  El viento en ese momento los sacudió levemente produciendo un sonido delicado y misterioso. Era  realmente hermoso. Las paredes estaban adornadas con platos antiguos y en el aparador resplandecía el viejo juego de café de plata. La mesa ovalada estilo americano estaba primorosamente dispuesta para dos personas. Dos pequeños manteles bordados individuales con sus servilletas a juego graciosamente dispuestas sobre los cuales se posaba el servicio de fina porcelana para el café y las delicadas copas y jarra de cristal para el zumo les esperaban para el desayuno. ¡Eran los únicos huéspedes! 
Todo aquello les produjo desasosiego. Por una parte querían huir  de aquella atmósfera  extraña y misteriosa. Por otra parte la casa poseía un encanto innegable que les atraía. Además era demasiado tarde para buscar otro alojamiento. En esos pensamientos estaban, cuando les pareció escuchar un murmullo y vieron una leve luz a través de una rendija del comedor. Parecía proceder del anexo. Había una puerta que quizás podía comunicar con la cocina. Esa sí estaba cerrada. Golpearon…nadie respondió. Decidieron subir a su habitación. Dejaron todas las luces de la planta baja encendidas. La casa brillaba en la oscuridad.
El cuarto estaba abierto como casi todo en la casa. Esa noche de verano hacía un calor húmedo insoportable. El aparato de aire acondicionado viejo y destartalado a penas producía frío pero sí emitía un sonido ronco y potente capaz de impedir dormir en toda la noche. Trataron, entonces, de abrir las ventanas. Atascadas a duras penas lograron subirlas un poco. Cansados decidieron desvestirse y en aquella enorme y alta cama intentar descansar. Cosa posiblemente improbable. Al abrir el equipaje  y querer colocarlo en la cómoda; la sorpresa  fue encontrar todos los cajones llenos de ropa.  Quizás en el baño fuese posible colgarla,   no había ningún gancho para hacerlo. De nuevo, en ese momento, les pareció escuchar un murmullo y ver una tenue luz al fondo de aquel extraño baño en forma de pasillo con una cortina al fondo. La cortina ocultaba una puerta, detrás de ella una empinada escalera de caracol bajaba y allí había otra puerta cerrada. Estaban seguros. De allí procedía el murmullo y la luz. Podía ser una radio o un televisor. Llamaron, nadie respondió. Bajaron rápidos hasta la otra puerta cerrada del comedor. Ciertamente allí, también, se escuchaba el mismo murmullo y se veía la luz. Golpearon enérgicamente, nadie  respondió. A voz en grito llamaron. La única respuesta fue el silencio.
No lo pensaron más. Subieron a la habitación, abrieron la bolsa de viaje y desordenadamente dejaron caer sus cosas. Mientras la muñeca de porcelana, con sus labios despintados y su vestido raído los miraba sentada en su mecedora mecida por el viento,  sonriendo.  Bajaron precipitadamente las escaleras.  Al salir buscaron en la mesa del recibidor el libro de registro en el que habían estampado sus nombres. Allí no había nada, solo viejos papeles amarillentos.
Rápidos pusieron el auto en marcha y se alejaron de la vieja casa. Al mirar hacia atrás la casa estaba sumida en una total oscuridad a penas iluminada por la tenue luz de una pálida luna. Al pasar por el viejo granero creyeron ver, de nuevo, al hombre de mirada osca en camiseta.
Al cabo de unos días sus amigos se extrañaron al no recibir noticia alguna de ellos. Como no sabían donde se alojaban, tan solo que eran huéspedes en una preciosa casa rural cerca de la carretera 256, los buscaron por zona. Pero lo único que encontraron fue una vieja casa  de mil ochocientos abandonada. No pudieron entrar. EL acceso estaba cerrado por una valla. Un viejo macetero redondo lleno de flores secas marcaba lo que un día fue la entrada. Buscaron en las páginas web  los  alojamientos del entorno. No pudieron dar con ellos.  Algo sorprendidos pensaron que habrían seguido su viaje. Sin embargo lo más llamativo fue que no recibieron  ni una tarjeta, ni un email, ni una llamada; nada. No volvieron a saber de ellos. Nunca nadie supo más de ellos.

El Secreto de Anabela

Don Reimundo ya tenía sus años cuando encontró a la que iba a ser su tercera esposa. Las otras dos, las pobres, se le habían muerto. La primera después de darle seis hijos. La segunda después de habérselos criado. En fin las dos le habían sido de gran utilidad. Pero esta vez era distinto. Anabela se salía de todos los moldes conocidos por él. Aunque en honor a la verdad, estos no eran muchos. De mujeres don Reimundo  sabía poquito. Sin embargo de lo que sí estaba seguro era que Anabela quería vivir. Anabela era hermosa, amante de la vida y sus placeres, además de culta y educada. Era lo que él necesitaba.
Por su parte Anabela, viuda también, no quería ver pasar sus días en soledad. No quería sentir el dolor del vacío y la añoranza de una vida amada. Sentía el vivo deseo de ser aún  la protagonista de su existencia.  Juntos sentirían de nuevo la alegría de vivir y el sosiego de la dulce compañía.
La vida, a veces, ofrece entre el dolor y la muerte una oportunidad que aunque  lejos de lo perdido nos hace volver a sonreír, poder continuar  y encontrar otra vez el placer de la vida.

El Sueño de doña Adela

 Su estado de abandono es casi absoluto. A penas puede verse el color amarillo en la que un día fue pintada. Dividida entre una pulpería, un salón de refrescos y la vivienda, aun mantiene algo del encanto de la típica casa colonial que en su día fue.
Lo que a ella le ha tocado no es más que un pedazo del gran corredor, un cuarto y al fondo un recoveco que hace de cocina con un minúsculo patio. Casi no tiene muebles. Tan solo un par de viejos butacos, dos sillas, una mesa y la hamaca. De las altas paredes desnudas cuelgan algunas fotografías amarillentas de lejanos lugares y remotos tiempos. Así vive, ahora, doña Adela Sarmiento.
A doña Adela se le ven los huesos a través de su reseca piel. Sus piernas a penas la sostienen. Sus manos huesudas y manchadas parecen palomas muertas. Su rostro  surcado por profundas arrugas  y desfigurado por la edad asemeja a una máscara deforme. Sus ojos húmedos y nublados se apagan hundidos en sus cuencas. Doña Adela a sus más de noventa  y tantos años es frágil y quebradiza como una hoja seca.
Sentada en su butaco en la esquina del corredor que da al patiecillo pasa las horas. Allí siempre corre una ligera brisa que algo la alivia de aquel aire caliente y sofocante que parece quemarle los pulmones. Con los ojos cerrados sin apenas moverse da la impresión de no estar ya en este mundo. Ya nada hace. Ya nada tiene. Ya nada espera. Pero los días siguen uno tras otro y doña Adela Sarmiento continúa sentada en la esquina del corredor. La espera es larga, amarga y cruel.
Sin embargo  doña Adela tiene un sueño. Querría ir al lago. Acercarse al embarcadero, alquilar una lancha y suavemente escuchando el “plof plof” del motor navegar hasta donde las isletas con su exuberante vegetación, sus garzas delicadas, esbeltas y quietas que te miran al pasar, se abren al lago inmenso como la mar. Dejar a tras la silueta magnífica y solemne del volcán como la de un gigante dormido, los techos de tejas de la vieja ciudad aletargada como una bella durmiente y la cúpula barroca y criolla de la catedral. Entonces, allí precisamente allí querría unirse para siempre a las oscuras arenas del mágico Cocibolca. Para volver a formar parte, por fin, del universo.

Atada

Esa mañana todo basculó a su alrededor. Nunca nada sería ya igual. No podía decir que la conociese mucho. Pero lo poco que de ella sabía la sorprendía y conmovía. Luchadora, dinámica y curiosa ante la vida poseía una personalidad original. Su mente ágil y despierta la hacían diferente y especial. Ahora ya  no existe. Enredada en un cerebro dañado. Perdidas las conexiones. Su mente vaga entre deshilachados pensamientos, olvidados recuerdos y fugaces pensamientos. Ni siquiera su cuerpo es el mismo; atado a una silla de ruedas. Crueles tiranos  que hacen de ella otra cosa. Vive para no ser. Para sin rumbo esperar. Para con una pequeña sonrisa en los labios  y una mirada dulce, sin rabia ni dolor estar.                                       

La Despedida

Se encontraban ante su cadáver. Cada una veía aquella figura inerte de manera diferente. La una pensaba que nunca había sentido su amor. La otra que no la había amado. Ella que aquella mujer había sido muy desgraciada. Pero, tal vez, se equivocaban y aquella figura inerte, simplemente, había vivido a su manera. Como supo. Como pudo. Como todos los demás.
A  ella le hubiera gustado que su muerte hubiese sido rápida y tranquila. Le hubiese gustado tomarla de la mano y ofrecerle la suya. Sentir que se iba en paz. Segura de haber llegado a su fin. Ver a la muerte envolverla con su suave velo y decirle adiós.                            
Pero no supo si sabiéndola cerca la buscó o, si sabiéndola cerca la rechazó. Su inquietud era, unas veces, grande y desesperada, otras cansada y abatida. Mientras le acompañaron las fuerzas exigía. Cuando la abandonaron no quiso consuelo. No supo si su fe la ayudó. No supo si encontró paz en la oración.  Solo supo que fue duro verla irse. Solo supo que cuando se fue sintió alivio. Solo supo  que al fin descansó. Solo supo que ya no se debatía  más entre la vida y la muerte. A ella le quedo la amargura de su adiós.

Quimera

Con la mayor parte de la vida a sus espaldas, cuando las canas ya cubrían su cabello y las arrugas su cara, despacio dejando caer  una a una las palabras  me relató  su historia. Me contó que la habitó amor.
Salamanca fue el marco perfecto con sus  piedras doradas  suspendidas en el tiempo. Las palabras que emanaban de sus muros y desvelaban el saber fueron su música de fondo. Y aquel joven musculoso y terso su encarnación. Se fundió en su cuerpo, toco la gloria, alcanzó el vértigo de la locura, la cima del arrebato. Traspasada por  ese fuego fue libre de prejuicios y ataduras. Vivió la pasión más hermosa y el enamoramiento más bello. 
A partir de entonces, sin darse casi  cuenta, imperceptiblemente el coraje, la fuerza y la inconsciencia de la pasión y el  enamoramiento se fueron alejando junto a las piedras doradas de la ciudad suspendida en el tiempo, la música del saber y aquel cuerpo perfecto de varón. Hasta llegar a ser el recuerdo más bello de los recuerdos. Velado en la memoria. Añorado en los sueños. Quimera de su deseo infinito de amor.

Calidoscopio

¿De dónde sos? Le preguntan. No sabe qué responder. La ciudad que la vio nacer, en la que como en una página en blanco inscribió su despertar a la vida, la que guardaba sus olores, colores y sabores no es más que un recuerdo bajo los escombros. Olvidadas sus risas de niña, borrados  sus pasos e ilusiones de adolescente en la ciudad destruida. Perdido su pasado en el infinito azul  aun sigue mirando a través del calidoscopio de la distancia. Esperando encontrar lo que ya no es.

Maldad

         
Todos los días salía a pasear. Le gustaba perderse entre los sinuosos senderos. Oler unas veces a tierra mojada y otras a yerbas aromáticas. Admirar la hermosura de los frondosos árboles o la delicadeza de las flores silvestres. Escuchar las voces de la espesura y sentirse parte del universo. Esa mañana hacía algo de niebla. La soledad la envolvía. Caminaba a paso ligero por la quebrada húmeda y fría, cuando tropezó con aquella mujer áspera y ruda de pequeño tamaño y grandes pechos. No supo ni cómo ni por qué. Solo sintió sus manos alrededor del cuello quitándole la vida mientras le gritaba  “me has mirado mal”. Otro día, en otro lugar al encontrarse, de nuevo, con un alma hermosa volverá a gritar “me has mirado mal” y le arrancará el aliento. Ten cuidado, mi niña, no te vayas a cruzar con ella porque  su corazón está muerto y en él solo habitan los gusanos.

Pensaba

  • Cuando en una tarde plomiza se confundan el cielo, la lluvia y el mar. Cuando el frío y el gris acerado del vacío corte el alma. Cuando desaparezcan las ilusiones y se borren los sueños. Entonces  debería llegar la muerte. Debería acudir solícita a la llamada. Como una amiga anhelada abrazarte  cálida. Para así descansar en su regazo olvidándolo todo. Para así acogerte en su seno y envolverte en el halo de la nada. Terminar sin esperar vivir el hueco profundo del vacío y el triste fin de una decrepitud sin sentido. Así pensaba al ver caer la lluvia monótona y tenaz, sintiendo el frio apoderándose de ella  y el tiempo pasar sin esperanzas.                                         

El Niño

Vivían cerca de la iglesia de la Merced. Yo me las encontraba a menudo cuando iba hacer mis mandados. Siempre con su platicadera, no hacían más que contar sin que nadie les preguntara las mil maravillas del hijo de una de ellas. La otra era soltera. Según decían el muchacho era un portento. Se había graduado en una de las siete grandes universidades americanas. Además, había podido por su excelencia optar a una maestría en una de las mejores de Europa. Hablaba tres idiomas correctamente y ahora trabajaba en el banco más prestigioso. Por supuesto viajaba por todo el mundo  bien en el avión privado de la entidad, bien en esa clase en la que hasta pijama le dan a uno pues el asiento se hace cama. Pero lo más llamativo era que al final de sus peroratas siempre decían:
-          El  pobre está tan ocupado que esta vez tampoco nos puede venir a ver. ¡Qué le vamos hacer! Pero nos llama continuamente. Ahorita nos vamos corriendo a la casa pues esperamos su llamada. -
Me enervaban hasta tal punto que pensaba decirles cuatro cosas cuando me las encontrara. Sin embargo me sorprendía el cómo la gente las soportaban. Así que le pregunté a la vendedora de vigorón del parque que, era la que más las escuchaba el por qué de su paciencia.
-          Usted no hace mucho que vive aquí y claro no conoce la historia. La alegría de esas dos mujeres era aquel lindo y dulce chavalito. Pero usted ya sabe. Hay gente a las que les caen las desgracias. Primero la casada enviudó bien joven. Después como vivían solas guardaron la pistola, del marido, cargada en el cajón de la mesita de noche por si los ladrones. Pero ¡hay que ver cómo son los zipotes! El pipito anduvo curioseando. Buscando tesoros como él decía. La encontró y se puso a jugar con ella. Cuando lo vio la tía pegó tal grito que el chavalo se asustó y sin querer apretó el gatillo y se pegó un tiro. Las dos mujeres se sintieron tan culpables y desesperadas que durante años se encerraron en su casa sin ver ni hablar con nadie. Hasta que un día de tantos como si nada salieron y empezaron a decir que al muchacho lo habían llevado interno. Después que se bachilleraba. Más adelante que si se había ganado una beca para la universidad y así sucesivamente. Tal como usted las ha oído. Un día de estos dirán que tiene novia y se casa. Todos les seguimos la corriente. ¡Qué vamos a hacer! -
Pocos días después, al cruzar el parque, las vi venir. Las miré atentamente y pude ver en el fondo de sus ojos la inmensa tristeza que padecían y trataban de acallar con aquellas historias  que casi llegaban a creerse sobre el niño ausente, perdido y soñado.

Bonifacio

A Bonifacio lo recogieron para que fuera el compañero de juegos de Federico. Su padre no quería que se volviera un flojo entre tantas mujeres como había en la casa. Pero el pobre Bonifacio en lo que en realidad se convirtió fue en el chivo expiatorio de todas las zanganadas de Federico. A él le caían todas las fajeadas y castigos que se merecía el otro. Aunque entre lágrimas proclamara su inocencia. Pero es que el pobre Bonifacio era medio baboso. Su alma de cántaro le impedía ver las maldades de Federico. Siempre lograba engatusarlo en nombre de la gran amistad que le profesaba o, con la promesa de que esa vez no le iba a pasar nada.
Bonifacio sufría. Su alma de niño se encogía en su soledad. Sabía que era diferente. Tanto y tan pronto se lo dijeron y burlaron de él que rápido comprendió que además de tener cabeza de jícara, los ojos saltones y la boca abierta y gruesa; su mente era distinta. Lo supo antes de que su mamá cargada de hijos y de pobreza se lo dejara a doña Felisa como criadito de su hijo Federico. La pobre mujer lo único que le pidió fue que no lo trataran mal porque era un alma de Dios. Pero Federico malcriado por su madre lo maltrataba con la crueldad propia de los niños consentidos. Bonifacio en su desamparo todas las noches al acostarse en su petate se consolaba viendo las estrellas brillar. ¡Eran tan lindas! Algún día las alcanzaría. Esa sería su felicidad. Una vez se lo dijo a Federico y este entre risas le contesto:
A lo mejor cualquier noche encontramos alguna caída del cielo y la podés coger.
Una noche después de un gran aguaje el cielo se despejó y se cubrió de estrellas. Federico aburrido se paseaba por el corredor. Al ver a Bonifacio sus ojos negros se encendieron como ascuas pensando en su nueva diversión.
Bonifacio vení para acá. Yo creo que con el aguacero tan fuerte que ha caído es posible que se haya desprendido del cielo alguna estrella. Vamos a buscarla.
El pobre muchacho lo siguió loco de alegría. ¡Por fin podría ver de cerca una estrella! Federico lo llevó a un viejo pozo allá lejos por la alambrada y asomándose le señaló diciendo:
Bonifacio vení  ve. Te lo dije. Ahí está la estrella.
Bonifacio abrió sus grandes ojos saltones y aun más su gruesa boca. Estirándose se asomó al pozo. Quiso cogerla pero no llegó. Se dobló más. En ese instante sus píes resbalaron y el peso de su cuerpo lo arrastró al fondo. Cayó alegre con la sonrisa en los labios y la mano abierta. Al tocar el agua se le oyó decir:
 Ya la tengo y se hundió con ella.

Los Ojos

Doña Virtudes era demasiado voluptuosa para el sonso de su marido don Eulogio. Se casaron él demasiado viejo, ella demasiado joven. Pero claro, él era rico y ella pobre. A ambos les convenía el casorio. A él la frescura de la joven le hacía olvidar la fogosidad perdida y a ella su dinero las penurias pasadas.
Doña Virtudes desde que se casó se bañaba todos los días en una gran tina esmaltada de patas doradas traída de Europa. Se la llenaban con agua tibia y esencias de jazmín. Se metía desnuda. Obviando el camisón como entonces era la costumbre. Después las sirvientas la secaban con toallas de fino algodón egipcio para seguidamente untar su cuerpo con aceites perfumados. Don Eulogio perdía la razón ante aquel rito. Estallando de pasión la manoseaba, la babeaba y penetraba creyendo morir. Sus ojos se dilataban, su rostro se enrojecía, sus venas hinchadas parecían reventar en su cuello y su corazón latía enloquecido como un caballo desbocado. Afligido, don Eulogio, ante aquel placer desmedido que le podía llevar a la muerte, le pidió a su carnal esposa que se conformaría con verla gozar. Doña Virtudes no lo dudó. A fin de cuentas su viejo marido no era muy hábil. Además exhibirse  la complacía enormemente. Don Eulogio se sentaba en el butacón mientras ella  se libraba al sensual rito de su baño para después  recostada en la hamaca dar rienda suelta a su placer. 
No se sabe cómo, un día de tantos varios ojos más la observaron detrás de las rendijas del tabique al tiempo que suavemente, sin alharaca, descargaban su deseo junto con el del viejo marido. Los ojos curiosos que miraban detrás de las rendijas lo fueron susurrando a toda la ciudad. Llegaron más y más ojos. Se turnaban aguardando estrictamente a su turno. Llegó a tal punto que hasta el clero conocedor de los hechos  sucumbió ocultándose  bajo sombreros de anchas alas y extrañas vestiduras. Doña Virtudes y don Eulogio gozaban  cada cual a su manera de su excitante placer y con ellos los muchos ojos que miraban las cadencias y escuchaban los suspiros de doña Virtudes. Pero sucedió que a pesar del cuidado que don Eulogio ponía en moderar su excitación, doña Virtudes tan a diario y  tan bien lo hacía innovando cada vez que, en una de estas el pobre don Eulogio murió de placer sentado en su butacón confundiendo los estertores de la muerte con los del éxtasis.  Sin él ya no había ojos que la mirasen. Entonces a doña Virtudes la tristeza la envolvió y se sumió en la melancolía.  Como una flor se fue poniendo mustia hasta secarse. En su soledad, la pobre, buscaba ojos hasta detrás de las rendijas.

Sus Ojos

Caminaba a grandes zancadas por las calles empedradas y oscuras de la vieja ciudad hacia el barrio indígena de Sutiava. Acompañado sólo por el eco de sus pasos. La Pastora se lo había puesto como condición.
Nunca vengás  antes de la media noche. Nadie debe verte. Le advirtió.
Sebastián estuvo de acuerdo. A él tampoco le interesaba ser visto por aquel barrio humilde de las afueras de la ciudad. Mucho esfuerzo le había supuesto alcanzar su privilegiada situación. Casi veinte años de penuria y duro trabajo desde que dejó  su brumosa tierra, fría y pobre, sobre todo pobre. Ahora que por fin gozaba de una holgada posición no la iba a echar a perder por murmuraciones y rumores colándose a través de los patios, entrando a los dormitorios hasta deslizarse en los oídos de la rancia sociedad  que él pretendía. No podía permitirse ningún comentario que diese pié a:
Sebastián tiene por querida a una india que dicen es medio bruja.
Así que la Pastora le convenía. Tuvo suerte en encontrarla se decía. Pues era hermosa como una diosa morena, esbelta como un junco, prieta y vigorosa como un jaguar. Además lo amaba libre y sin tapujos jugando y cabalgando en él hasta poseerlo como ninguna mujer lo había hecho.
Cerca de la sencilla casa de adobe Sebastián ululó como un pájaro nocturno. Unos segundos después la puerta se entre abrió. La pastora lo esperaba sonriente y con los ojos brillantes. Se trenzó en su cuerpo sin decir palabra. La Pastora era callada. Sus cuerpos se acoplaban perfectos con el vaivén  de la pasión. Ella gemía quedamente.  Él casi rugía extenuado.  Después la quietud de la desnudez de sus cuerpos abrazados.
Al alba le decía:
Ya me voy Pastora. Hasta la próxima. Ella le sonría.
La Pastora tenía mucha tarea. En cuanto se iba Sebastián prendía el fuego y empezaba a amasar las tortillas. Eran las mejores de la ciudad. Todas las tenía encargadas. Antes de las seis de la mañana salía a repartirlas. A las nueve ya estaba de vuelta. Entonces se ocupaba de su viejo abuelo medio tullido.  Le preparaba los ungüentos con los que le frotaba su cuerpo dolorido  y las infusiones que le daba a beber para aliviarlo de sus males. La Pastora conocía el secreto de las plantas. Sus pócimas eran famosas en el barrio. En cuanto alguien en el vecindario tenía una calentura o cualquier otro mal allá que se iban a pedirle el brebaje o pomada para curárselo. Todos la respetaban. Aunque era rara. Como todos los indios como ellos;  callados y misteriosos.
Muchos años rondó Sebastián a la Pastora. Siempre entrando de noche cerrada y yéndose de madrugada. Él se hacía cada vez más rico. Ella seguía con sus tortillas. Una noche de esas en las que el placer les había hecho creer morir. Cuando jadeantes los dos miraban las estrellas Sebastián le dijo:
Me voy a casar. La muchacha es joven y dulce.
La Pastora se alegró y quedamente le habló.
Sebastián sé feliz con tu mujer. Enseñale a deslizarse por tu cuerpo mientras vos muy suavemente vas buscando y encontrando sus rincones más dulces. Enseñale a gozar, a ser libre y amarte. No volvás más. Ya no te voy a ser falta. Y no te preocupés por mí. Yo voy tener el regalo de tus ojos verdes.
Sebastián nunca más volvió. Se casó. Su mujer floreció cada vez más hermosa. Se abrió cual ave del paraíso a la luz y engendró dos hijos. La Pastora  seguía llevándoles las tortillas todas las mañanas. Ella también había tenido una hija, una muchachita linda y esbelta como un junco. Su tez morena y su pelo negro brillaban al sol mientras rápida con sus pies de niña corría entregando las tortillas.
En abril los calores parecen ahogar a la ciudad. La familia salía para la finca. Se iban a bañar al río.  La joven señora y sus dos hijos alegres como chocollitos gritando dijeron al ver a la niña de la Pastora
Papá, mamá que venga la hija de la Pastora con nosotros. ¡Hace tanto calor! Que venga a bañarse al rio.
A la niña le chispearon aun más aquellos ojos tan hermosos que tenía. Tanto que su madre no pudo menos que dejarla ir. Les dijo adiós y tranquila se encamino a su casa donde la esperaba el abuelo. Sin embargo a medida que se alejaba sintió como un halo frio la envolvía en medio de aquel calor.” Es el sudor que al quedarme parada se enfrió.” Pensó.
En esa época del año el rio no baja muy lleno. Así que se fueron a aquellas famosas pozas oscuras y profundas para poder bañarse. Rodeadas por árboles creaban un frescor especial en medio de aquel bochorno. Los niños tan pronto llegaron jugaron felices entrando y saliendo del agua como pajarillos. Después se agarraron a unas lianas para dejarse caer salpicándolos a todos entre carcajadas. Nadie supo lo que pasó en medio de aquel alboroto de risas. La niña de la Pastora se tiró pero no apareció. Los hijos de Sebastián gritaron. Su esposa corrió. Los criados asustados lo llamaron. ¡Don Sebastián la niña, la niña!
Sin pensarlo se tiró. Sintió un golpe seco en la cabeza. Comprendió que la vida se le iba. En ese instante vio a la niña enredada en aquellas traidoras lianas con los labios morados y sus hermosísimos ojos verdes mirando a los suyos. Entonces se dio cuenta que eran el recuerdo que la Pastora le dijo iba a guardar de él. Los sacaron abrazados mirándose  fijamente el uno al otro como si acabasen de descubrir algo secreto y oculto. La noticia corrió por las calles, las plazas, las casas hasta llegar a Sutiava. Nadie se atrevía a decírselo. Pero ella lo supo. Callada fue a buscar a su muchachita. Callada la recogió envuelta en una sábana de hilo. Callada se la trajo. Callados mientras las campanas sonaban a muerto en la Catedral por Sebastián la Pastora  y el abuelo medio tullido arrastraban un pequeño carretón blanco con la niña cubierta de flores hacia el cementerio. Callados volvieron a Sutiava. Callados se quedaron.
Pasaron varios días hasta que alguien se atreviera a golpear la aldaba y saber de ellos. La puerta estaba abierta. No hubo más que empujarla. Al  entrar sintieron que toda la casa estaba impregnada por un extraño olor penetrante y dulzón. En el pequeño patio de atrás junto al chilamate  estaba el abuelo medio tullido en su butaco. La Pastora sentada en el suelo apoyaba la cabeza en las manos del anciano. Dormían sin vida. Junto a ellos dos jícaras desprendían un extraño olor penetrante y dulzón.  

Habitada

Su casa olía a jazmín y un inmenso malinche le daba sombra. En el corredor del patio de atrás, en la gran hamaca, rodeada por los colores intensos de las enredaderas, los verdes de los colochos  y la suave brisa del atardecer escribía sus historias. Era el rincón perdido de su soledad. Donde se protegía y abrigaba de lo extraño y ajeno. Donde cerraba la puerta del cuarto oscuro de su dolor y abría la ventana de su alma. Donde a través de sus criaturas sentía  el  roce de una piel. Veía el color de las cosas. Paladeaba los sabores. Aspiraba los olores. La ayudaban a encontrar lo perdido y añorado. Venían preñadas de vida. Olían a café, a pan dulce, a ceniza de volcán, a mar, a mujer, a tierno, a hombre, a viejo y a muerte. La habitaban.