Siempre que abría las contraventanas de su habitación y el tiempo lo permitía, ante sus ojos se alzaba el majestuoso paisaje de las magníficas montañas que la rodeaban. Suspiró, no por la espléndida belleza que se le brindaba a la vista sino por la profunda desgana que la embargaba. Como todos los días corriendo fue al baño a ver si con una ducha caliente entraba en calor en aquella casa siempre fría. Salió hacia el trabajo sin desayunar, como era su costumbre desde hacía unos años. No pisaba mucho la cocina. Para que, apenas comía y no soportaba ver nada en la encimera. En la nevera solo había una solitaria manzana y una seca pechuga de pollo que constituían la base de su alimentación. Solo sonreía cuando notaba que cada día los pantalones le quedaban mejor. Casi nada le interesaba. El frío y el vacío la habitaban. Ya no era joven. Era una mujer madura que debería sentirse plena. Pero como esos valles estrechos ahogados por las cumbres imponentes así estaba ella.
Desde que llegó al valle creyendo que en él iba a construir su felicidad se fue secando. Perdió poco a poco la frescura de su alma. La alegría de sus ojos desapareció y la frialdad se instaló en ella. Más de veinte años intentando ser feliz sin conseguirlo. Siempre había sido frágil cual muñeca de porcelana que con mimo hay cuidar. De niña su dulzura ocultaba sus carencias. Miedos y complejos la hacían sentirse desprotegida. En su juventud al saberse no muy brillante para triunfar se encogió en vez de superarse. Y cuando le llegó el primer amor sufrió. Después creyó encontrarlo. Pero no la amaron con la generosidad y entrega que necesitaba. La engañó ahogando aún más su autoestima. Con mucho esfuerzo tomó la decisión de separarse. Pero no abandonó todo lo que la sumía en ese pozo de vacío. Se refugió en ese pequeño mundo en que vivía. Unos amigos que aparentemente la protegían. Una enorme casa deshabitada como un museo impoluto, perfecto y muerto y una insana obsesión por la delgadez.
El tiempo pasaba sin pena ni gloria. No había nada nuevo en su vida. A él, al cabrón que la había hecho infeliz, al que sin embargo seguía atada lo veía con frecuencia. Iba y venía con la otra que lo único que tenía de más era su vulgaridad. Era eso lo que le atraía. Seguro que en la cama sus palabras soeces “le ponían”. Ella siempre le resultó demasiado dulce y delicada y él nunca supo encontrar la belleza de su sensualidad. Todo seguía igual en su día a día aunque esa mañana sintió más que nunca la presión en la boca del estómago que la acompañaba desde que lo dejó. Las montañas se cerraban lentamente sobre ella y la oprimían hasta casi ahogarla sin que se diese cuenta. Entonces una idea luminosa como el rayo de sol que le dio en la cara al salir de la casa la lleno de luz y se sintió fuerte y capaz.
No fue difícil invitarlo a cenar. Lo veía a menudo. Además como mantenían una buena relación no habría ninguna sorpresa por parte de él. El pretexto bien podía ser comentar algún asunto sobre los estudios de la hija que tenían en la capital. Así lo hizo y no hubo ningún inconveniente. Esa tarde al salir del trabajo fue al supermercado y cosa inaudita hizo una buena compra. Luego en su inmaculada cocina preparó una apetitosa cena. Magré de pato con salsa de pimienta con una guarnición de verduritas, para postre helado de vainilla con frutos rojos del bosque. Acompañado por un buen vino tinto que él se encargaría de traer. Subió a su habitación se duchó rápidamente para quitarse el olor a comida y perfumarse. Se enfundó los pantalones vaqueros más apretados que nunca antes se había podido poner con una blusa blanca de seda muy femenina. Sonó el timbre. Allí estaba.
Le abrió la puerta y le sonrió levemente. Lo observó con discreción y le pareció tal como acostumbraba verlo; atractivo y viril. Sin embargo ella sabía que por muy bonita que estuviese él nunca la encontraría especialmente atrayente. Tan solo solía decirle.
- No estás mal -
En aquel tono que le resultaba odioso. Esta vez no dijo nada. Lo invitó a pasar al comedor. Eso a él sorprendió. Pues ella nunca abría el salón y mucho menos el comedor. Ni cuando llegaba su hija. Le horrorizaba ensuciar con la mínima miga su magnífico y perfecto salón-comedor. Quizás tenía que comunicarle algo importante sobre su hija que él desconocía.
Descorchó y sirvió el gran reserva que había traído. Ella, sorprendentemente, también bebió. Pero como era últimamente su costumbre a penas probó bocado. Cortó el pato pero no se lo llevó a la boca y de las verduritas picó una o dos. Hablaban de cuestiones banales sobre la educación de la hija. Se preguntaba a qué venía tanta cena para semejante conversación. Pero como tampoco le resultaba desagradable estar con ella y a veces hasta llegaba a pensar que hubiese sido agradable seguir viviendo con ella sin dejar por supuesto a la otra que con su ordinariez tanto le excitaba.
Le ofreció una infusión. Le insistió. Tenía unas muy agradables que trajo de Francia. Realmente eran exquisitas y aunque no era dado a tomarlas esta vez lo hizo con deleite. Al terminar se ofreció ayudarla a recoger. Mientras ella enjuagaba la vajilla él la colocaba en el lava-platos.
“Caramba” Pensó.
Una considerable pesadez envolvía su cabeza. El vino lo estaba atontando. Tenía que marcharse no fuese a sentirse mal. Pero ella parecía que no acababa nunca con esa su manía de no dejar ni el mínimo rastro en la cocina. Empezaba a darle todo vueltas. Se giró hacia ella. Estaba muy cerca, casi lo rozaba. En ese mismo instante a la altura de su costado derecho percibió una extraña sensación fría, aguda y demasiado rápida para darse cuenta exacta de lo que era. Segundos después en medio de su aturdimiento las fuerzas lo abandonaban a gran velocidad.
¿Tendría algo especial la infusión, pero qué más sentía?
Estupefacto miró su lado derecho y vio que llevaba clavado aquel cuchillo de cocina tan largo, fino y filoso que tanto había llamado su atención y compró a pesar de su precio diciéndole:
Quién sabe…. Lo podremos utilizar para algo especial.
Cayó al suelo mientras su sangre seguía fluyendo. Empezaba a formarse un pequeño charco. Seguro que también tendría una hemorragia interna. La miró. Estaba impávida. Sin demostrar el menor signo de nada. Como pasmada y ausente. Estaba muerta tan muerta como él. Pero desde hacía más tiempo, desde que el frío del desamor se instaló en ella.
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