lunes, 5 de septiembre de 2011

La Muñeca Rota

Siempre que abría las contraventanas  de su habitación  y el tiempo lo permitía, ante sus ojos se alzaba el majestuoso paisaje de las magníficas  montañas que  la rodeaban. Suspiró, no por la  espléndida belleza que se le brindaba a la vista sino por la profunda desgana que la embargaba. Como todos los días corriendo fue al baño a ver si con una ducha caliente entraba en calor  en aquella casa siempre fría. Salió hacia el trabajo sin desayunar, como era su costumbre desde hacía unos años. No pisaba mucho  la cocina. Para que,  apenas comía y no soportaba ver nada en la encimera.  En la nevera  solo había una solitaria manzana  y   una seca pechuga de pollo que constituían la base de su alimentación. Solo sonreía cuando notaba que cada día  los pantalones  le quedaban  mejor. Casi  nada  le  interesaba.  El frío y el vacío la habitaban. Ya no era joven. Era una mujer madura que debería sentirse plena.  Pero como esos valles  estrechos  ahogados por las cumbres imponentes así estaba ella.
Desde que llegó al valle creyendo que en él iba a construir su felicidad se fue secando. Perdió poco a poco la frescura de su alma. La alegría de sus ojos desapareció y la frialdad se instaló en ella.  Más de veinte años intentando  ser feliz sin conseguirlo. Siempre había sido frágil cual muñeca de porcelana que con mimo  hay cuidar. De niña su dulzura ocultaba sus carencias. Miedos y complejos la hacían sentirse desprotegida. En su juventud al saberse no muy brillante para triunfar se encogió  en vez de superarse.  Y cuando le llegó el primer amor sufrió.  Después creyó encontrarlo. Pero no la amaron con la generosidad y entrega que necesitaba.  La engañó ahogando  aún más  su autoestima.  Con mucho esfuerzo tomó la decisión de separarse.  Pero no  abandonó  todo lo que la sumía en ese pozo  de vacío. Se refugió  en ese pequeño mundo en que vivía.   Unos amigos que aparentemente la protegían.  Una enorme casa deshabitada como un museo impoluto, perfecto y muerto y una insana obsesión   por la delgadez.
El tiempo pasaba sin pena ni gloria. No había nada nuevo en su vida. A él, al cabrón que la había hecho infeliz, al que sin embargo seguía atada lo veía con frecuencia. Iba  y  venía con la otra  que lo único que tenía de más era su vulgaridad. Era eso lo que le atraía. Seguro  que en la cama sus palabras soeces  “le ponían”.  Ella siempre le resultó demasiado dulce y delicada y él nunca supo encontrar  la belleza de su sensualidad.  Todo seguía  igual en su día a día aunque esa mañana sintió más que nunca la presión  en la boca del estómago  que la acompañaba desde que lo dejó. Las montañas se cerraban lentamente  sobre ella  y  la oprimían hasta casi ahogarla sin que se diese cuenta.  Entonces  una idea luminosa como  el rayo de sol que le dio en la cara al salir de la casa la lleno de luz y se sintió fuerte y capaz.
No fue difícil invitarlo a cenar. Lo veía a menudo. Además como mantenían una buena relación  no habría ninguna  sorpresa por parte de él.  El pretexto  bien podía ser comentar  algún asunto sobre los estudios  de la hija que tenían  en  la capital. Así lo hizo y no hubo ningún inconveniente. Esa tarde al salir del trabajo fue al supermercado y cosa inaudita hizo una buena compra. Luego en su inmaculada cocina preparó una  apetitosa cena.  Magré  de pato con salsa de pimienta con una guarnición de verduritas,  para  postre  helado de vainilla con frutos rojos del bosque. Acompañado por un buen vino tinto que él se encargaría de traer. Subió  a su habitación se duchó rápidamente para quitarse el olor a comida y perfumarse. Se enfundó los pantalones  vaqueros  más apretados que nunca antes se había podido poner con una blusa blanca de seda muy femenina.  Sonó el timbre.  Allí estaba.
Le abrió la puerta  y  le sonrió levemente.  Lo observó con discreción y le  pareció  tal como  acostumbraba  verlo;  atractivo y viril. Sin embargo ella sabía que por muy bonita  que estuviese él  nunca la encontraría  especialmente atrayente. Tan solo solía decirle.
 -  No estás mal -     
En aquel  tono que le resultaba odioso.  Esta vez no dijo nada.  Lo invitó a pasar  al comedor. Eso a él sorprendió. Pues ella nunca abría el salón y mucho menos  el comedor. Ni cuando llegaba su hija. Le horrorizaba ensuciar con la mínima miga su  magnífico y perfecto salón-comedor. Quizás tenía que comunicarle algo importante sobre su hija que él desconocía.
Descorchó   y  sirvió  el   gran reserva  que había traído.  Ella, sorprendentemente,  también bebió.  Pero  como era últimamente su costumbre  a penas probó  bocado. Cortó el pato pero no se lo llevó a la boca y  de las verduritas picó una o dos. Hablaban de cuestiones banales sobre la educación de la hija. Se preguntaba a qué venía tanta cena para semejante conversación.  Pero como tampoco le resultaba desagradable estar con ella y a veces  hasta llegaba a  pensar  que hubiese sido agradable seguir  viviendo con ella sin dejar por supuesto a la otra que con su ordinariez  tanto le  excitaba.
Le  ofreció una infusión.  Le insistió. Tenía unas muy agradables que trajo de Francia. Realmente eran exquisitas  y  aunque no era dado a tomarlas esta vez lo hizo con deleite. Al terminar se ofreció ayudarla a recoger. Mientras  ella enjuagaba la vajilla él la colocaba en el lava-platos.
“Caramba”  Pensó.
Una considerable pesadez envolvía  su cabeza.  El vino lo estaba atontando. Tenía que marcharse no fuese  a  sentirse mal.  Pero ella parecía que no acababa nunca con esa su manía de no dejar ni el mínimo rastro en la cocina. Empezaba  a darle todo vueltas. Se giró hacia ella. Estaba muy cerca, casi lo rozaba. En ese mismo instante a la altura de su costado derecho percibió una extraña sensación  fría, aguda y demasiado rápida para darse cuenta exacta  de lo que era. Segundos después en medio de su aturdimiento  las fuerzas  lo abandonaban  a  gran velocidad.
¿Tendría  algo especial la infusión, pero qué más sentía? 
Estupefacto miró su lado derecho y  vio que llevaba clavado aquel  cuchillo de cocina tan  largo, fino  y  filoso  que  tanto había llamado su atención y compró a pesar de su precio  diciéndole: 
Quién sabe…. Lo podremos utilizar para algo especial.
Cayó al suelo mientras su sangre seguía fluyendo. Empezaba a formarse un pequeño charco. Seguro que también tendría una hemorragia interna. La miró. Estaba impávida. Sin demostrar el menor signo de nada. Como pasmada y ausente. Estaba muerta tan muerta como él.  Pero desde hacía más tiempo, desde que  el frío del desamor se instaló en ella.

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