martes, 1 de febrero de 2011

La casa de la piedra bocona (fragmento de la novela)

Todos los cipotes lo llamaban el Chino porque tenía los ojos ligeramente rasgados. El Chino era vivo como él solo, nunca lo agarraban en ninguna vaina aunque anduviera cerca del alboroto. Sabía componérselas no faltándole lo imprescindible. Todos lo respetaban, hasta los grandes, pues sabían que el chimado ése tenía huevos y no era ningún pendejo. Nadie lo tocaba, claro que tampoco era pendenciero, ni andaba jincando. Bastante tenía con sacar los centavos suficientes para darles de comer a su hermana y su mamá.

Andaba con su caja de lustrador en la entrada de los ministerios o cerca de la presidencial; eran buenos lugares, a la gente le gusta ir a esas oficinas con los zapatos bien limpios. También iba a los comedores cercanos. Si alguien estaba celebrando una buena gestión, además de comer, lo celebraba limpiándose los zapatos. Como los dueños lo conocían lo dejaban entrar, y siempre le caía algo para llenar la barriga, una tortilla con queso o frijoles, una fruta algo pasada y cuando había suerte, algún tamal o un pedazo de chancho. Entonces lo envolvía y se lo llevaba a su mamá. A la tierna, con los realitos, le compraba alguna comidita, leche o esos potecitos para los bebés.

Ya para las seis, cuando caía la noche, él sabía que tenía que volver. A esas horas ya nadie se limpiaba los zapatos y aunque hubiera podido vender otra cosa, eran asuntos peligrosos que sólo le acarrearían chingadas. Así que se iba caminando a las ruinas de Managua, cerca de la Bolívar, donde se tenía medio en pie el resto de lo que nadie sabía lo que había sido. Allí tenía un colchón, una frazada, una paila y una porra para cocinar y una butaquita medio rota que se había encontrado, donde su mamá se pasaba las horas sentada meciendo a la tierna. Su mamá, tan joven y tan triste; apenas se acordaba si, alguna vez, la vio reírse. La pobre ahora andaba bien enferma. Un día la llevó donde esos médicos que vienen del extranjero y andan curando a los pobres. Son todos cheles y hablan mal, pero algo les entendió: que no se iba a curar y que debía de tomar un montón de medicinas. Ellos le dieron pero se acabaron, no pudo comprárselas y se fue empeorando. A veces el Chino pensaba, al verla tan flaca, con esa tos tan fea, tiritando del frío y llena de ronchas que se le infectaban, si no era mejor que se muriera. No podía ayudarle y, aunque no se quejaba nunca, sabía que sufría. Pero cuando, al atardecer, volvía a su hueco y su mamá le preguntaba: “¿Te fue bien, mi muchachito?”, y dulcemente le acariciaba la cabeza, por un instante se sentía niño y era feliz; alguien lo esperaba y lo quería. Se acurrucaba junto a su madre febril y la tierna, y se dormían bajo las ruinas de Managua, olvidados del mundo.

Un día de tantos, en que los ojos de su mamá andaban más perdidos que nunca y la tierna, pegada a su pecho, le daba más calor a su madre que su madre a ella, se quedó, poco a poco, cada vez más fría, sentada en la butaquita sin emitir sonido alguno. Cuando llegó el Chino se encontró con el silencio. Cogió a la niña en sus brazos y los dos calladitos velaron a su madre muerta. La luna brillaba majestuosa y la Cruz del Sur se dibujaba en el firmamento. Al amanecer, el Chino se fue a buscar al tío Pancho y a sus conocidos. Entre todos consiguieron un cajón y que vinieran a llevársela los del cementerio, para dejarla en la fosa común. El Chino la acompañó hasta el final, con la tierna a tuto y su caja de lustrador. No lloró, sabía que su mamá estaba muy enferma pero, por primera vez, se sintió abandonado y le dolió la vida. Él era un pobre cipotito y la vida de los pobres es así, ¿quién sabe por qué? Se sentó en una esquina a ver pasar los carros. De vez en cuando pasaba alguno grande y regio y los que iban dentro eran todos lindos, bien vestidos y parecían felices. El Chino los miraba con sus ojos rasgados, se volvía a la tierna y le decía:
–Ve, tierna, ve, ésos son los ricos. Son todos lindos, ve qué dientes tienen relimpios, como siempre se están riendo, los van enseñando. Sabés, el tío Pancho, el de la venta de la esquina, dice que tiene que haber de todo, ricos, pobres, lindos y feos y que a nosotros nos tocó ser pobres y que eso no hay quien lo remedie. Que no les crea a los políticos que prometen cambiarnos la vida, que es purita mentira, que así nacemos y así morimos en este país de mierda. No sé, pero algún día, yo creo que podremos vivir en una casita humilde pero aseada y yo, tener un trabajito. Me encantaría ser chofer de taxi y andar volado por todo Managua. Conocería la capital, dicen que por allá, por la Loma, hay unas fuentes enormes que echan agua de colores, ¿a que te gustaría ir a verlas? –y con esos sueños engañaba su tristeza y soledad y la niña se dormía acunada por las ilusiones de su hermano.

El Chino siguió viviendo en su rincón y limpiando zapatos, cargando a todas partes a tuto con la tierna. La pobre era tan buena que casi no respiraba. Parecía que se daba cuenta del enorme esfuerzo que hacía su hermano y trataba de molestar lo mínimo. Nunca lloraba y casi ni se movía cuando la acomodaba en el suelo para lustrar. Cuando el hambre le mordía las tripas simplemente se dormía encogidita y cuando, por fin, comía le hacia una fiesta al Chino con risitas y carantoñas, chispeando agradecidos sus ojitos oscuros. Pero llegaron las lluvias y andar por las calles empapándose no era bueno para la tierna. Él estaba curtido y nunca agarraba catarro, pero la niña empezó a toser, la pobrecita, se ponía moradita y, aunque seguía sin llorar, ya no sonreía con la comida y siempre estaba acurrucadita y pegadita a él. Los aguajes eran fuertes ese año y decidió no salir a limpiar los días que arreciaban, juntos se quedaban apretaditos, envueltos en la frazada, y le contaba las historias del tío Pancho sobre la vieja Managua, lo alegre y bonita que era allá, cuando era un chavalo el viejo Pancho, y en Nicaragua se vivía bien, había plata, la gente trabajaba y comía caliente todos los días.
–Te imaginás, tierna, ¡qué lindo sería!

A pesar de los cuidados del Chino, la tierna no mejoraba. La tos la ahogaba y tenía calentura, así que se la llevó al hospital, a uno que le dijo el tío Pancho. Quedaba bien lejos pero se fue caminando. Llegó empapado por un gran aguaje que les cayó encima. Menos mal que fueron cariñosos, agarraron a la tierna, la secaron, la envolvieron en una colcha limpia y se la llevaron a curar. Al Chino le dieron una toalla para secarse y hasta ropa limpia para que se mudara. Esperó durante horas, sentado en un rincón, y cayó la noche. Un médico se acercó y le preguntó:

–¿A quién estás esperando, cipotito?
–Es que traje a mi hermanita, la tierna, que está enferma y estoy esperando que la curen.
–Pero es que te tenés que ir a tu casa. No te podés quedar.
–Es que vivo bien lejos y de noche no sé llegar, no hay luces.
El médico comprendió y le dijo:
–Te dejo quedarte y voy a buscarte algo para que comás, pues seguro que no has probado bocado.
–Gracias, señor doctor. Gracias.

Al día siguiente nadie le decía nada. Pasaban y pasaban, como si él no existiera, hasta que, por fin, vio al doctorcito de la noche y corriendo le fue a preguntar:
–Doctor, doctorcito, ¿ya me puedo llevar a la tierna?
Se rió y le dijo que no tardaría. Iba a averiguar cómo estaba la niña. Al rato volvió y le explicó que la niña se tenía que quedar en el hospital, que se fuera a su casa y que podía venir a visitarla todos los días.
–Bueno, si se tiene que quedar y usted me la cuida, me voy tranquilo. Pero no voy a poder venir a verla, vivo bien lejos y tengo que trabajar, soy lustrador. ¿Cuándo cree usted que puedo venir a buscarla?

El doctor lo abrazó y le prometió cuidar a la tierna. Le dijo que volviera en diez días.
–¿Cómo te llamás?
–Chino.
–¡Ah, Chino! Yo soy el doctor Celaya, preguntá por mí. –Y vio alejarse al chavalo, sintiendo una punzada en el estómago.

Para el Chino fue más fácil andar sin la tierna. Pudo limpiar más y sacar más plata. Podía entrar en las cantinas y comedores, sin que nadie creyera que andaba pidiendo y no lo dejaran pasar. Ya oscurecido llegaba a su rincón y, aunque era entonces cuando le hacía falta la niña, el cansancio no le dejaba tiempo para melancolías. Ponía la vieja radio y se dormía enseguida. Como no sabía contar, le pidió al tío Pancho que le avisara cuándo hubieran pasado los diez días, para ir a buscar a la tierna. Y, por fin, llegó la fecha señalada.

Ese día procuró lavarse bien en el chorro de agua en la esquina y buscó entre sus harapos lo más decente y hasta se alisó el pelo con brillantina para parecer bien peinado. Aunque se fue temprano, el sol ya apretaba al llegar al hospital. Estuvo un rato a ver si veía a su amigo el doctor Celaya, pero al no verlo, se decidió a preguntar por él, se acercó a una oficina, donde vio un montón de gente trabajando entre papeles y, muy educado, pidió que le dijeran cómo podía ver al doctorcito. Una de las mujeres fue amable y le indicó que él estaba dando consulta, en el pabellón del fondo, en la quinta puerta. Todo contento, allí se encaminó. Había una cola enorme; entonces, asomó la cabeza para ver si era el doctor Celaya y al verlo dijo:

–Doctor, aquí estoy. Vengo a buscar a la tierna que debe de estar ya curada.
La voz del Chino sobresaltó al doctor. Se volvió y lo reconoció.
–Vas a tener que esperarte. Tengo mucha gente ahorita y quiero hablar con vos. Vamos a ir juntos a verla. Esperame por favor y te invito a comer. ¿Te hace? –y le sonrío.

El Chino se fue a sentar al patio y se distrajo viendo pasar la gente que entraba y salía. Le parecía bien bonito el trabajo del doctor, cuidando a todos. Era mejor que lo de ser taxista, pero claro, manejar un carro era fácil, pero para ser doctor habría que estudiar mucho y él no había aprendido ni a leer y escribir. Y pensó que eso no era bueno, que debería aprender. A ver si le enseñaba el viejo Pancho y, después, ya más grande, podría ir a alguna escuela nocturna para aprender más cosas, ¡qué lindo debería ser saber! Y en esas meditaciones estaba cuando oyó la voz del doctor Celaya que lo llamaba:
–Chino, Chino, vení para acá, tengo que hablar con vos –lo cogió de la mano con fuerza mientras se encaminaban hacia otro pabellón–. La tierna no está bien. No te la vas a poder llevar. Está muy enfermita. Le hicimos un análisis y su enfermedad nació con ella y la está comiendo. Decime, ¿tu mamá se murió, verdad?
–Sí, le respondió el Chino acongojado.

–Pues ve, tu mamá le contagió su enfermedad desde que la tenía en la barriga y la niña ha ido a peor. Pero oíme, vos no tenés la culpa de eso. Te voy a ser claro, vos sos un hombrecito.
Se agachó y a su altura, mirándole a los ojos, trató de explicarle el triste fin de su hermanita.

–La tierna no va a poder vivir. No tiene ya cómo defenderse. Yo aquí te la voy a atender para que esté tranquilita y no sufra hasta que se duerma, como un angelito que es. ¿Estamos, Chino?
–Sí, le contestó, apretándole la mano al tiempo que sentía como si lo ahogaran y los ojos se le llenaban de lágrimas.

Entraron al pabellón, lleno de camitas chiquitas llenas de tiernos, pero el Chino supo enseguida reconocer a la suya. Allí estaba tan calladita, como siempre, con suero en el bracito. Pero cuando le vio le echó los brazos para que la chineara y algo le brillaron los ojitos negros. El Chino la abrazó, sintió su frágil cuerpecito y le pareció que se quebraba.

–Mi tierna. El Chino no se olvida de vos.
La niña emitió algunos balbuceos que la agitaron produciéndole una crisis de tos. Celaya la tomó en sus brazos, calmando sus estertores, relajándola.
–Chino, quedate con ella. Hablale, contale tus cosas, dale la manito y que no se agite. Yo te vengo a buscar dentro de un rato. Y nos vamos a comer juntos.
El Chino empezó a contarle a la niña cómo había pasado esos días y lo que había hecho, hasta que se cansó y, mirándola fijamente, le dijo:

–Tierna, el doctor dice que no te vas a curar, que ya naciste así. Pero no te pongás triste, te vas a ir al cielo. Allí vas a ser un angelito lindo, vas a andar de un lado para otro, volando. No vas a tener más hambre, ni esa tos tan fea. Aquí, todo son vainas y jodedera. A mí me hubiera gustado darte cosas lindas, una casita con tu cama y que fueras a la escuela y hasta una muñeca. Perdoname, tierna. Me vas a hacer mucha falta. Yo no quiero que te murás –y se puso a llorar.

La niña se asustó, abrió sus cansados ojitos negros y emitió un leve gemido. El Chino apoyó su cabeza en la cama y le daba besitos en la mano. La tierna se durmió y el chavalo también cerró los ojos, tratando de olvidar su pena. Celaya se acercó, se inclinó sobre el muchacho y le dijo al oído:
–Vamos, Chino, vamos a comer algo. Está dormidita.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por compartir tus emociones. Me han encantado.

Manuel