sábado, 5 de febrero de 2011

La Casona

En aquel predio de la esquina donde solo queda un jilinjoche  de  flores salmones estaba la casa. Era grande y sólida como un barco varado en medio de la desolación. El muro que la rodeaba trataba de alejarla  de esa pobreza. Las veraneras que crecían en él y el perfume de los jazmines que la perfumaban hacían lo posible por borrar ese mundo exterior. Un enorme jardín la rodeaba. En la parte delantera dos majestuosas araucarias le proporcionaban poderío y clase. Atrás cerca de la piscina crecía el malinche inmenso testigo de aquella tierra. Del lado de la cocina el mango, el limonero y el guayabo le daban un aire de finca.
La casona, como así la llamaban, era hermosa, amplia con una arquitectura de los años cuarenta. Copia, según decían, de una del barrio elegante de Chapultepec de México D.F. Era diferente a todas. Tanto como quienes la habitaban mezcla de raza, cultura y religión.
Por aquel entonces las mañanitas eran agradables. El aire suave y el agua de las mangueras regando creaban un ambiente de frescura. Era el mejor momento del día. Parecía que todo entraba en equilibrio. Empezaba la vida. Se abría la gran puerta que daba a la terraza. Se colgaban las hamacas con sus largos flecos y se colocaban las colchonetas amarillas en las sillas de hierro forjado. El sol poderoso  y solemne entraba por el salón ancho y largo como la nave central de una iglesia. Los muebles de caoba y los cuadros no acababan de llenar su amplitud sintiéndose un cierto desamparo. En sus laterales, como capillas dedicadas a los santos; estaban los cuartos: el rosado, el amarillo, el verde…
A esas horas ya se oían ruidos en la cocina. Las sirvientas empezaban a trabajar. Exprimían las naranjas preparaban el café negro y tostaban el pan para el desayuno del patrón. En el comedor se ponían los mantelitos individuales para servirlo.
La señora andaba en el jardín dando órdenes al jardinero. Se movía con energía y decisión. Observaba su mundo seguro y feliz.
- Oyó voces  - ¿La llamaban?
No, no era ya a ella. De ese su mundo feliz no quedaban más que los recuerdos impregnados en cada rincón de la casona. Dicen que nunca se supo o ya nadie se acuerda qué pasó. Se fue a otro país, muy lejos o quién sabe. Pero se cuenta  que un día en la esquina que se ve allí ya no estaba la casona. Solo el inmenso predio vacío con el jilinjoche de flores salmones. 

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