No era ni un chirimiri, ni una garuba. Llovía de forma abundante. Era un día desapacible. Soplaba viento racheado del norte. Mojaba a todos los que aquel medio día se acercaban con sus paraguas abiertos que apenas podían sujetar a la pequeña ermita. Desde la colina la delicada y recoleta iglesia románica de San Pelayo era testigo de los avatares de los pescadores de aquella zona del mar Cantábrico.
Pero ese día sucedía algo distinto. Hasta entonces a nadie que no fuese oriundo de esas tierras se le había ocurrido celebrar una boda en aquella humilde y pequeña pero bellísima iglesia del siglo XII. Sin embargo allí estaban ellos. Ella de otro mundo y cultura enamorada hasta la locura. Él de tierra adentro algo asustado ante algo que no era lo establecido por las costumbres. Poca familia, pocos amigos y un cura casi tan joven como los novios que iba a celebrar su primer matrimonio. Los amigos los miraban entre sorprendidos y admirados por el valor de aquellos dos jóvenes capaces de romper con los anclajes dispuestos por la sociedad. La familia preocupada ante la loca decisión. Ella segura, él menos, ella no dudaba en que serían capaces de salir adelante, de vivir la aventura de sus vidas.
El tiempo ha pasado y aunque hubo tormentas que a punto estuvieron de hacer naufragar la nave lograron siempre llegar a puerto y reparar los daños. Para seguir la singladura.
Hace hoy cuarenta y dos años que se comprometieron a navegar juntos. Hoy uno de ellos pronto abandonará la nave para perderse en el infinito azul. Hoy lloran lágrimas de amor ante la eterna separación de una vida que se inició hace cuarenta y dos años.
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