Rodeada de flores,
sentada a la
sombra en el pequeño jardín,
sintiendo el calor
del estío y
escuchando el rumor
de las hojas
al viento de los esbeltos
álamos blancos, pasa
las horas. Palpa
la armonía que
juntos crearon.
La cobija con
la serenidad que
tanto necesita. La
envuelve con la tranquilidad
del sosiego. La
embarga con su calma
y deja de tener miedo.
Su alma huérfana
se acuna mecida
por la paz
que la habita
un domingo de
estío.
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