El paisaje que ante
sus ojos se deslizaba
suavemente al compás
del pequeño barco
que hacía el
paseo del lago de Leman
era hermoso en
ese día verano.
El cielo de un azul
perfecto dejaba ver las cumbres imponentes
y nevadas del
Mont Blanc. El
verdor de sus
orillas, las villas
y las opulentas
mansiones que se
deslizaban ante ella la llenaban
un sabor agridulce.
Se decía que
él estaba con
ella y con
ella disfrutaba del
bucólico paseo. Pero
no era fácil
engañar su soledad.
Conocía la ciudad
y la recordaba
bastante bien. Sus
hermosos jardines, su
famoso “chorro de agua”,
la parte vieja
en la pequeña
colina con sus calles
empinadas los recorrió con
una sensación de
tristeza callada y
ausencia. Dejó Ginebra
como quien deja
a una dama somnolienta en
un sopor antiguo
y mientras el
avión alzaba el vuelo
en medio de un cielo
azul perfecto las
lágrimas se deslizaban
por su rostro
como lo había
hecho la ciudad.
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