Como casi todos
los caminos que
abandonan el adoquinado
de la carretera
que circunvala la
mayor parte de la
isla, era un
desafío. Pero cuándo
me preguntaba a dónde
iríamos a parar surgió
del pasado, en aquel bello
e increíble rincón
la vieja finca
de café de
1860 cargada de
historias sin contar.
Sin embargo lo más
asombroso era lo
que íbamos a
encontrar. Convertida en
posada de a tres dólares
la hamaca y
10 el cuarto
con camastro; alojaba
a huéspedes de
lo más vario
pinto. La hermosa
pintora de ojos
verdes, venida de
tierras del norte
enamorada del joven
nativo artesano de joyas.
La lesbiana fumando
canutos de marihuana
que mira arrobada
a su compañera.
La rubia pareja
que escribe sin
descanso un diario
de viaje que
algún día releerán
o que sueñan
con publicar. Un
maduro matrimonio que
se vio sorprendido
cuando al leer
que había habitaciones
románticas se encontró
con el inverosímil
alojamiento y decidió
que a pesar de
todo se quedarían
esa noche. Y otros que
leían, comían o deambulaban sin
más. El bello
sonido de una
voz femenina cantando
acompañada por los
suaves acordes de
un guitarra y
el susurro de
las conversaciones de
aquellos jóvenes entregados
a ver pasar
el tiempo sin
aparentes proyectos ni
responsabilidades, embebidos por
la belleza que
desde allí se
divisaba de los
dos volcanes, el
uno muerto el
otro vivo, en
medio de un
lago como la
mar, llenaba la
casa de una
irreal sensación de
ensoñación. Entonces, yo también me llene de su magia. Me sentí
de espaldas al mundo. La
isla de Ometepe
me impregnó
con su belleza
y percibí en
mi piel la
hermosura del azulado
y extinto Madera
convertido en volcán
de agua de
cascada y laguna
en su cumbre
frente al poderoso
Concepción que lo
mira de frente
con sus entrañas
abiertas y heridas.
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