Una bruma húmeda y tropical
les dio los
buenos días dándole al
encantador pueblecillo del Castillo un aire
de ensoñador misterio. Disipándose poco después,
antes de que
embarcasen en otra
pequeña panga para
continuar el recorrido
por el mágico
rio San Juan.
Acompañados por un experto
conocedor de sus aguas capaz
de sortear sus rápidos,
piedras y troncos y una magnífica
guía, emprendieron la
aventura de embeberse
en su hermosura.
A medida que
avanzaban su vegetación
era cada vez
más tupida y
espesa. Las islas
del río parecían
bergantines de verdes
velámenes y mascarones
mitológicos que hablaban
de piratas y
bucaneros. El río les
daba la bienvenida
mostrándoles sus tesoros.
Un caimán dormía sobre
un tronco y
dos cocodrilos uno en
la
orilla aún un niño
de metro y
medio y otro, ya
adolescente, echado al
sol en una
roca los miró
aburrido. Garzas blancas
y grises de
diferentes tamaños los veían altivas
al pasar. Dos
monos congos emitieron
su sonido ronco como saludo y
las iguanas verdes
y anaranjadas displicentes
ni se inmutaron
ante su presencia cuando la
panga se acercaba
silenciosa. Al llegar al rio
Bartolo bajaron, entregaron
los permisos y
fueron a tratar
de encontrar las ranas verdes.
Allí estaban entre
la enorme base
del tronco del
inmenso árbol. Diminutas, frágiles y
preciosas como un delicado
mosaico verde con sutiles
rayas negras. Imposible
ni siquiera sospechar
que su veneno
es capaz de
matar a un
hombre. Después el rápido de
Machuca y girando a
la izquierda el pequeño afluente río
Sarnoso. Se adentraron en él.
Sus aguas se
hacían cada vez
más cristalinas y
la selva cada
vez más cerrada.
Era fascinante. En
un recodo cuando
ya la panga
no podía avanzar
más; en una
playita bajaron a
aplacar la sed
con unos cocos traídos
por
sus amables guías
de dulce agua
y suave carne. El
experto navegante se
había adentrado un
poco más y
los llamó. Se
descalzaron y cruzaron a
la otra orilla por
las increíbles y
casi frías aguas
cristalinas del Sarnoso.
Allí en el
fango húmedo estaban
claramente dibujadas las
huellas recientes de
un Jaguar. La
aventura había sido
perfecta. Pero el
río aún les iba a
ofrecer su último
regalo. Inmenso en
su envergadura de
cinco metros, dormitaba el magnífico cocodrilo, echado
en una roca
al sol. Les
dejó acercarse hasta
que por fin
decidió que ya
era suficiente y se
deslizó al río
esperando a que se fuesen
aquellos intrusos, para
de nuevo regresar
a su roca
en medio del
río San Juan para desde
ahí sentirse su rey.
Navegaron de regreso
sintiendo el viento
fresco y húmedo y
toda la
belleza que el rio San
Juan les había brindado.
Entonces ella pensó que ojalá toda aquella hermosura lograse aplacar su profunda e irremediable pena de vivir sin él.
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