Subió por las
estrechas escaleras hasta
llegar a los
techos, poblado por pequeñas cúpulas acústicas ennegrecidas por el tiempo y aún sin restaurar de la
catedral, pesada, barroca
y colonial;
desde donde se
divisa la cordillera
de los volcanes a la izquierda
y al fondo
el perfecto cono
del Momotombo sentado
con la dignidad
de un mítico
rey sobre su trono, el
lago Xolotlan. El
resto de las
iglesias pintadas con
esos colores vivos
que jamás se
ven en Europa,
surgen entre los
tejados de la
vieja y destartalada
ciudad. Lo cierto es
que allí la
atmósfera es evocadora.
Podía imaginar
viejas historias y
hacer caminar por
sus calles polvorientas
personajes cargados de vida.
De
las pocas casas
restauradas con esmero
que aún guardan
todo el sabor
de los viejos
tiempos, de sus
patios interiores con
pequeñas fuentes, cuajados
de verdor refrescándolos del
calor tórrido del
trópico y de
sus techos altos
machimbrados a dos aguas, con
sus cuatro corredores; le
era fácil escuchar
los pasos, risas
y murmullos de
quienes en su
día las habitaron. No
era difícil dejar
volar la fantasía
e imaginar el
amor y la
muerte de sus
moradores.
Después el mar,
el Pacífico abierto
y sin fin
con sus playas
de arenas oscuras
que se pierden
vacías. El viento
soplando, a veces traía una bocanada
de aire de
calor aplastante y unos
niños en su
miseria vendiendo preciosas
conchitas que el mar y
la arena les
regalan la lleno
de nostalgia y
se preguntó qué
sería de ella.
No hubo respuesta
pero no le
importó.
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