viernes, 5 de agosto de 2011

Bonifacio

A Bonifacio lo recogieron para que fuera el compañero de juegos de Federico. Su padre no quería que se volviera un flojo entre tantas mujeres como había en la casa. Pero el pobre Bonifacio en lo que en realidad se convirtió fue en el chivo expiatorio de todas las zanganadas de Federico. A él le caían todas las fajeadas y castigos que se merecía el otro. Aunque entre lágrimas proclamara su inocencia. Pero es que el pobre Bonifacio era medio baboso. Su alma de cántaro le impedía ver las maldades de Federico. Siempre lograba engatusarlo en nombre de la gran amistad que le profesaba o, con la promesa de que esa vez no le iba a pasar nada.
Bonifacio sufría. Su alma de niño se encogía en su soledad. Sabía que era diferente. Tanto y tan pronto se lo dijeron y burlaron de él que rápido comprendió que además de tener cabeza de jícara, los ojos saltones y la boca abierta y gruesa; su mente era distinta. Lo supo antes de que su mamá cargada de hijos y de pobreza se lo dejara a doña Felisa como criadito de su hijo Federico. La pobre mujer lo único que le pidió fue que no lo trataran mal porque era un alma de Dios. Pero Federico malcriado por su madre lo maltrataba con la crueldad propia de los niños consentidos. Bonifacio en su desamparo todas las noches al acostarse en su petate se consolaba viendo las estrellas brillar. ¡Eran tan lindas! Algún día las alcanzaría. Esa sería su felicidad. Una vez se lo dijo a Federico y este entre risas le contesto:
A lo mejor cualquier noche encontramos alguna caída del cielo y la podés coger.
Una noche después de un gran aguaje el cielo se despejó y se cubrió de estrellas. Federico aburrido se paseaba por el corredor. Al ver a Bonifacio sus ojos negros se encendieron como ascuas pensando en su nueva diversión.
Bonifacio vení para acá. Yo creo que con el aguacero tan fuerte que ha caído es posible que se haya desprendido del cielo alguna estrella. Vamos a buscarla.
El pobre muchacho lo siguió loco de alegría. ¡Por fin podría ver de cerca una estrella! Federico lo llevó a un viejo pozo allá lejos por la alambrada y asomándose le señaló diciendo:
Bonifacio vení  ve. Te lo dije. Ahí está la estrella.
Bonifacio abrió sus grandes ojos saltones y aun más su gruesa boca. Estirándose se asomó al pozo. Quiso cogerla pero no llegó. Se dobló más. En ese instante sus píes resbalaron y el peso de su cuerpo lo arrastró al fondo. Cayó alegre con la sonrisa en los labios y la mano abierta. Al tocar el agua se le oyó decir:
 Ya la tengo y se hundió con ella.

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