Con la mayor parte de la vida a sus espaldas, cuando las canas ya cubrían su cabello y las arrugas su cara, despacio dejando caer una a una las palabras me relató su historia. Me contó que la habitó amor.
Salamanca fue el marco perfecto con sus piedras doradas suspendidas en el tiempo. Las palabras que emanaban de sus muros y desvelaban el saber fueron su música de fondo. Y aquel joven musculoso y terso su encarnación. Se fundió en su cuerpo, toco la gloria, alcanzó el vértigo de la locura, la cima del arrebato. Traspasada por ese fuego fue libre de prejuicios y ataduras. Vivió la pasión más hermosa y el enamoramiento más bello.
A partir de entonces, sin darse casi cuenta, imperceptiblemente el coraje, la fuerza y la inconsciencia de la pasión y el enamoramiento se fueron alejando junto a las piedras doradas de la ciudad suspendida en el tiempo, la música del saber y aquel cuerpo perfecto de varón. Hasta llegar a ser el recuerdo más bello de los recuerdos. Velado en la memoria. Añorado en los sueños. Quimera de su deseo infinito de amor.
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