viernes, 5 de agosto de 2011

Sus Ojos

Caminaba a grandes zancadas por las calles empedradas y oscuras de la vieja ciudad hacia el barrio indígena de Sutiava. Acompañado sólo por el eco de sus pasos. La Pastora se lo había puesto como condición.
Nunca vengás  antes de la media noche. Nadie debe verte. Le advirtió.
Sebastián estuvo de acuerdo. A él tampoco le interesaba ser visto por aquel barrio humilde de las afueras de la ciudad. Mucho esfuerzo le había supuesto alcanzar su privilegiada situación. Casi veinte años de penuria y duro trabajo desde que dejó  su brumosa tierra, fría y pobre, sobre todo pobre. Ahora que por fin gozaba de una holgada posición no la iba a echar a perder por murmuraciones y rumores colándose a través de los patios, entrando a los dormitorios hasta deslizarse en los oídos de la rancia sociedad  que él pretendía. No podía permitirse ningún comentario que diese pié a:
Sebastián tiene por querida a una india que dicen es medio bruja.
Así que la Pastora le convenía. Tuvo suerte en encontrarla se decía. Pues era hermosa como una diosa morena, esbelta como un junco, prieta y vigorosa como un jaguar. Además lo amaba libre y sin tapujos jugando y cabalgando en él hasta poseerlo como ninguna mujer lo había hecho.
Cerca de la sencilla casa de adobe Sebastián ululó como un pájaro nocturno. Unos segundos después la puerta se entre abrió. La pastora lo esperaba sonriente y con los ojos brillantes. Se trenzó en su cuerpo sin decir palabra. La Pastora era callada. Sus cuerpos se acoplaban perfectos con el vaivén  de la pasión. Ella gemía quedamente.  Él casi rugía extenuado.  Después la quietud de la desnudez de sus cuerpos abrazados.
Al alba le decía:
Ya me voy Pastora. Hasta la próxima. Ella le sonría.
La Pastora tenía mucha tarea. En cuanto se iba Sebastián prendía el fuego y empezaba a amasar las tortillas. Eran las mejores de la ciudad. Todas las tenía encargadas. Antes de las seis de la mañana salía a repartirlas. A las nueve ya estaba de vuelta. Entonces se ocupaba de su viejo abuelo medio tullido.  Le preparaba los ungüentos con los que le frotaba su cuerpo dolorido  y las infusiones que le daba a beber para aliviarlo de sus males. La Pastora conocía el secreto de las plantas. Sus pócimas eran famosas en el barrio. En cuanto alguien en el vecindario tenía una calentura o cualquier otro mal allá que se iban a pedirle el brebaje o pomada para curárselo. Todos la respetaban. Aunque era rara. Como todos los indios como ellos;  callados y misteriosos.
Muchos años rondó Sebastián a la Pastora. Siempre entrando de noche cerrada y yéndose de madrugada. Él se hacía cada vez más rico. Ella seguía con sus tortillas. Una noche de esas en las que el placer les había hecho creer morir. Cuando jadeantes los dos miraban las estrellas Sebastián le dijo:
Me voy a casar. La muchacha es joven y dulce.
La Pastora se alegró y quedamente le habló.
Sebastián sé feliz con tu mujer. Enseñale a deslizarse por tu cuerpo mientras vos muy suavemente vas buscando y encontrando sus rincones más dulces. Enseñale a gozar, a ser libre y amarte. No volvás más. Ya no te voy a ser falta. Y no te preocupés por mí. Yo voy tener el regalo de tus ojos verdes.
Sebastián nunca más volvió. Se casó. Su mujer floreció cada vez más hermosa. Se abrió cual ave del paraíso a la luz y engendró dos hijos. La Pastora  seguía llevándoles las tortillas todas las mañanas. Ella también había tenido una hija, una muchachita linda y esbelta como un junco. Su tez morena y su pelo negro brillaban al sol mientras rápida con sus pies de niña corría entregando las tortillas.
En abril los calores parecen ahogar a la ciudad. La familia salía para la finca. Se iban a bañar al río.  La joven señora y sus dos hijos alegres como chocollitos gritando dijeron al ver a la niña de la Pastora
Papá, mamá que venga la hija de la Pastora con nosotros. ¡Hace tanto calor! Que venga a bañarse al rio.
A la niña le chispearon aun más aquellos ojos tan hermosos que tenía. Tanto que su madre no pudo menos que dejarla ir. Les dijo adiós y tranquila se encamino a su casa donde la esperaba el abuelo. Sin embargo a medida que se alejaba sintió como un halo frio la envolvía en medio de aquel calor.” Es el sudor que al quedarme parada se enfrió.” Pensó.
En esa época del año el rio no baja muy lleno. Así que se fueron a aquellas famosas pozas oscuras y profundas para poder bañarse. Rodeadas por árboles creaban un frescor especial en medio de aquel bochorno. Los niños tan pronto llegaron jugaron felices entrando y saliendo del agua como pajarillos. Después se agarraron a unas lianas para dejarse caer salpicándolos a todos entre carcajadas. Nadie supo lo que pasó en medio de aquel alboroto de risas. La niña de la Pastora se tiró pero no apareció. Los hijos de Sebastián gritaron. Su esposa corrió. Los criados asustados lo llamaron. ¡Don Sebastián la niña, la niña!
Sin pensarlo se tiró. Sintió un golpe seco en la cabeza. Comprendió que la vida se le iba. En ese instante vio a la niña enredada en aquellas traidoras lianas con los labios morados y sus hermosísimos ojos verdes mirando a los suyos. Entonces se dio cuenta que eran el recuerdo que la Pastora le dijo iba a guardar de él. Los sacaron abrazados mirándose  fijamente el uno al otro como si acabasen de descubrir algo secreto y oculto. La noticia corrió por las calles, las plazas, las casas hasta llegar a Sutiava. Nadie se atrevía a decírselo. Pero ella lo supo. Callada fue a buscar a su muchachita. Callada la recogió envuelta en una sábana de hilo. Callada se la trajo. Callados mientras las campanas sonaban a muerto en la Catedral por Sebastián la Pastora  y el abuelo medio tullido arrastraban un pequeño carretón blanco con la niña cubierta de flores hacia el cementerio. Callados volvieron a Sutiava. Callados se quedaron.
Pasaron varios días hasta que alguien se atreviera a golpear la aldaba y saber de ellos. La puerta estaba abierta. No hubo más que empujarla. Al  entrar sintieron que toda la casa estaba impregnada por un extraño olor penetrante y dulzón. En el pequeño patio de atrás junto al chilamate  estaba el abuelo medio tullido en su butaco. La Pastora sentada en el suelo apoyaba la cabeza en las manos del anciano. Dormían sin vida. Junto a ellos dos jícaras desprendían un extraño olor penetrante y dulzón.  

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