viernes, 5 de agosto de 2011

Los Ojos

Doña Virtudes era demasiado voluptuosa para el sonso de su marido don Eulogio. Se casaron él demasiado viejo, ella demasiado joven. Pero claro, él era rico y ella pobre. A ambos les convenía el casorio. A él la frescura de la joven le hacía olvidar la fogosidad perdida y a ella su dinero las penurias pasadas.
Doña Virtudes desde que se casó se bañaba todos los días en una gran tina esmaltada de patas doradas traída de Europa. Se la llenaban con agua tibia y esencias de jazmín. Se metía desnuda. Obviando el camisón como entonces era la costumbre. Después las sirvientas la secaban con toallas de fino algodón egipcio para seguidamente untar su cuerpo con aceites perfumados. Don Eulogio perdía la razón ante aquel rito. Estallando de pasión la manoseaba, la babeaba y penetraba creyendo morir. Sus ojos se dilataban, su rostro se enrojecía, sus venas hinchadas parecían reventar en su cuello y su corazón latía enloquecido como un caballo desbocado. Afligido, don Eulogio, ante aquel placer desmedido que le podía llevar a la muerte, le pidió a su carnal esposa que se conformaría con verla gozar. Doña Virtudes no lo dudó. A fin de cuentas su viejo marido no era muy hábil. Además exhibirse  la complacía enormemente. Don Eulogio se sentaba en el butacón mientras ella  se libraba al sensual rito de su baño para después  recostada en la hamaca dar rienda suelta a su placer. 
No se sabe cómo, un día de tantos varios ojos más la observaron detrás de las rendijas del tabique al tiempo que suavemente, sin alharaca, descargaban su deseo junto con el del viejo marido. Los ojos curiosos que miraban detrás de las rendijas lo fueron susurrando a toda la ciudad. Llegaron más y más ojos. Se turnaban aguardando estrictamente a su turno. Llegó a tal punto que hasta el clero conocedor de los hechos  sucumbió ocultándose  bajo sombreros de anchas alas y extrañas vestiduras. Doña Virtudes y don Eulogio gozaban  cada cual a su manera de su excitante placer y con ellos los muchos ojos que miraban las cadencias y escuchaban los suspiros de doña Virtudes. Pero sucedió que a pesar del cuidado que don Eulogio ponía en moderar su excitación, doña Virtudes tan a diario y  tan bien lo hacía innovando cada vez que, en una de estas el pobre don Eulogio murió de placer sentado en su butacón confundiendo los estertores de la muerte con los del éxtasis.  Sin él ya no había ojos que la mirasen. Entonces a doña Virtudes la tristeza la envolvió y se sumió en la melancolía.  Como una flor se fue poniendo mustia hasta secarse. En su soledad, la pobre, buscaba ojos hasta detrás de las rendijas.

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